Residencia
Versión A:
Estaba muy oscuro.
En aquella residencia de estudiantes las sombras de la noche siempre se acentuaban y se hacían más tenebrosas, así como que bastaba el más leve de los sonidos para despertar la intranquilidad en quien habitaba.
Apenas quedaban cinco días para la Navidad y la mayoría de las chicas ya se habían ido a sus respectivos hogares, a disfrutarlas junto a sus familias. Pero Ana y Lidia siempre esperaban hasta el último instante para marcharse.
Ana tenía el billete de autobús para las 12 horas del día siguiente, mientras que a Lidia le tocaba coger el avión de la 1h de la tarde.
Allí estaban las dos, caminando sigilosamente por los pasillos, rezando entre risitas por que las monjas no las pillaran.
Estaban a punto de llegar al cuarto de Lidia cuando Ana, en un alarde de torpeza pisó la baldosa falsa, que emitió un ruido inesperado en aquella noche tranquila, que las hizo sobresaltarse. El primer impulso de Lidia fue empujar a Ana contra la pared y taparle la boca para que no emitiera sonido.
Se quedaron así un rato, mirándose en la oscuridad mientras sus respectivos corazones latían acelerados.
Entonces Lidia posó sus labios sobre los de Ana, besándola. Ésta, influída por la excitación del momento la respondió sin pensarlo, hasta que se separó de una manera un tanto brusca, diciendo:
- Parece que la monja no viene, sigamos, anda.
Entraron en el cuarto de Lidia. Ésta se sentó un su cama, mientras que Ana optó por la silla de escritorio.
Lidia, haciéndole un gesto con la mano, le dijo dulcemente:
- Anda, ven aquí que no te voy a comer.-
A lo que Anda respondió a la manera de reproche:
- ¿Ah, no? ¿Y qué ha sido lo de antes?
- ¿Lo de antes?, ¿a qué te refieres con lo de antes?. - Anda, niña, ven aquí para que nos podamos escuchar bien sin tener que alzar la voz.
Ana lo dudó unos segundos antes de acceder.
Al cabo de unos minutos ya estaban otra vez como siempre, hablando de sus cosas, riéndose, disfrutando de la gran amistad y tierna complicidad que las unía.
Una cosa llevó a la otra, y terminaron haciéndose cosquillas.
Lidia, que era muy sensible, no podía aguantar las risas, por lo que esta vez fue Ana la que tuvo que taparle la boca, echándosele encima.
Lidia apartó suavemente la mano de su compañera, mientras la miraba y le decía en un tono de voz apenas perceptible:
- Estás muy guapa esta noche.
- No sé que carajos te pasa, Lidia, pero déjalo ya, ¿quieres? - respondió Ana.
- No seas boba y déjate llevar.-
Ana la miró con una mezcla de miedo e incertidumbre, mientras que Lidia le acariciaba los cabellos. De ahí pasó a la mejilla y de ésta a los labios...
Ana dejó escapar un leve sonido que indicaba que aquéllo le gustaba, así que Lidia no dudó en besarla, siempre con mucha suavidad y dulzura.
Ana empezó a dejarse llevar, intentando no pensar en nada en concreto. La situación no dejaba de ser agradable, aquéllo sólo eran inocentes besos y juegos de caricias.
Las manos de ambas chicas se movían con total libertad sobre aquellas geografías desconocidas hasta el momento; colonizando montañas y estrechos que jamás hubieran imaginado existieran. Manos que abrían camino a lenguas más tímidas pero igualmente ardorosas.
Todo era tan tierno, tan limpio, tan puro...Hasta culminar en un gran abrazo en que quedaron fundidas mientras eran alcanzadas por Morfeo.
Al poco rato sonó el despertador. Se levantaron raudas; aún les quedaba mucho camino por recorrer.
VERSIÓN B:*
La Residencia.
La residencia de estudiantes se encontraba situada al final de un frondoso bosque de hojas amarillas. Compuesto en su mayor parte por castaños de grueso tronco que habían echado sus raíces sobre aquel espeso manto de hierba. Esbeltos abedules que parecían querer tocar con sus ramas más altas el cielo gris. Acacias, robles y arces que se perdían entre los montes hasta donde alcanzaba la vista. A la entrada, se elevaba una alta verja de hierro forjado, macizos de flores cuidadosamente arreglados y un estrecho camino de grava que conducía hasta los grandes frontones de madera de la entrada. Se trataba de un edificio sobrio y funcional, con cierto aire de fortaleza y hermetismo. Se caracterizaba por su horizontalidad y su simetría. Con grandes pilastras y columnas que parecían dispuestas para impresionar e infundir respeto al visitante. En suma, un feo y enorme bloque de piedra, inexpresivo, metódico y ordenado, que se erguía pesadamente en los lindes de aquella verde floresta.
Finas gotas de lluvia resbalaban sobre la ventana de la habitación de Elizabeth. Posó la yema del dedo y dibujó en la humedad adherida al cristal una carita sonriente. ¿Qué estaba haciendo allí? La idea de estudiar un año en el extranjero sonaba atractiva, pero tener que vivir en aquella residencia para señoritas de las Ursulinas, no entraba en sus planes. Fue una ocurrencia de sus padres para mantenerla alejada de los peligros que la acechaban en la ciudad. Desenroscó el capuchón de su pluma estilográfica y continuó con lo que estaba haciendo, redactar una carta para su amiga Inés. No se veían desde el año pasado, cuando veranearon juntas en Ibiza. Qué lejanos parecían ahora aquellos días en la playa de San Vicente. Suspiró. El grueso verjurado absorbía la tinta con rapidez aunque, por desgracia, no había gran cosa que contar. Con una letra pequeña y redondeada, que denotaba una gran reserva y cierta tendencia a la sumisión, Elizabeth fue desgranándole a su amiga lo vivido en aquellos meses. Las nuevas amistades, ir de compras por la ciudad, la rutina de las clases pero, sobre todo, la aplastante sensación de soledad que le producía la residencia. Cuando hubo finalizado el último párrafo, sintió una presencia extraña en la habitación. Alguien la observaba desde la puerta de la entrada, se trataba de la hermana Cecilia. Se había incorporado a la residencia hacía sólo un par de días y, al contrario que el resto de las monjas, que eran mujeres de avanzada edad, hoscas y malhumoradas, la hermana Cecilia era joven y tenía un carácter risueño y dulce. Una sonrisa cómplice se dibujó en su rostro cuando comprendió que Elizabeth la había descubierto espiándola. Avanzó un par de pasos, cerrando la puerta de la habitación a sus espaldas. El silencio era absoluto en aquellos largos y oscuros corredores durante las últimas horas de la tarde. La mayor parte de las chicas se encontraban estudiando o viendo la televisión en el piso de abajo. La hermana Cecilia se acercó a Elizabeth y le dio un suave y cálido beso en los labios. Nunca la habían besado de aquella manera, un encendido rubor le cubrió de inmediato el rostro.
A decir verdad, la experiencia de la muchacha con los chicos era muy escasa y siempre había consistido en un apresurado manoseo en el asiento trasero de un coche y una serie de besos pegajosos y sin gracia. Había perdido la virginidad a manos de un antiguo novio, tan dulce y encantador como irremediablemente torpe en lo relativo al sexo. Aún lo recordaba peleándose con el cierre del sujetador, mientras con la mano diestra estrujaba sus pechos como quién exprime una naranja.
Las manos de la monja, sin embargo, se sumergieron con asombrosa facilidad bajo el grueso suéter de Elizabeth. Se lo sacó con un sencillo movimiento, mientras continuaba besándola en los labios y en el cuello. Su cuerpo no tardó en reaccionar a las caricias y pronto sintió una mancha oscura y húmeda extendiéndose por la entrepierna de los pantalones vaqueros. Al contrario de lo ocurrido con su ex novio, el sujetador fue retirado con extrema facilidad. Al instante, asomaron dos enormes y turgentes senos. Los labios de la hermana Cecilia se desplazaron de la boca de la muchacha a las sonrosadas aureolas y después a los duros y excitados pezones. Los botones del pantalón vaquero fueron saltando uno tras otro. Sin retirar la seda de las diminutas bragas, acarició con suma delicadeza aquella abertura, hasta decidirse finalmente a desposeerla de su lencería. Besó entonces los tímidos labios del sexo húmedo, separándolos haciendo correr su lengua arriba y abajo hasta que alcanzó el sensible y delicado clítoris. Humedeció levemente las yemas antes de acariciarlo formando pequeños círculos sobre él y juguetear con la punta de la lengua mientras la penetraba con los dedos. Una embriagadora sensación de vértigo inundaba a Elizabeth por todo el cuerpo, comenzó a mover la pelvis de manera incontrolada y a gemir de puro goce hasta alcanzar un intenso orgasmo. Se tumbó entonces la hermana Cecilia sobre la amplia cama de la muchacha y, alzando hasta la cintura la basta tela de su hábito monacal, la arrastró juguetonamente tras de sí. Elizabeth posó sus manos sobre las enrojecidas y despellejadas rodillas de la religiosa. Le separó las piernas y sepultó su rostro en la rizada espesura que se abría ante sus ojos.
Apoyada en el borde de la cama, tenía las piernas dobladas bajo el vientre y las nalgas se sostenían levemente por encima de los talones. El dulce aroma del sexo la embriagaba. Los flujos vaginales de la monja se mezclaban con sus propias babas y goteaban tenuemente sobre las blanquísimas sábanas de algodón. Su lengua recorría los húmedos pliegues de aquella carne e incluso se atrevía a repasar los misteriosos contornos de su esfínter. Había algo en la belleza triste e inmaculada de la hermana Cecilia que la invitaba a explorar todos los rincones de su frágil cuerpo, sin asomo de repugnancia.
En ese momento, unas ásperas y férreas manos abrieron las nalgas de Elizabeth. Sorprendida por aquella inesperada presencia, alzó la cabeza y únicamente pudo atisbar la figura de un hombre de cierta edad que esgrimía la verga más grande que aquella muchacha había visto en su vida. Era desproporcionadamente larga, gorda y venosa. Rematada en un capullo hinchado y rojo.
Se trataba de Lisardo, el viejo jardinero encargado de cuidar las flores que adornaban la entrada de la residencia. Alguna vez las chicas habían bromeado entre ellas sobre su extraño aspecto. La obligó a levantar un poco el culo y separar las piernas, sus rudos ademanes contrastaban vivamente con las dulces maneras de la hermana Cecilia. Aquel descomunal pedazo de carne se deslizó dentro de ella con total facilidad. Los movimientos del jardinero fueron pausados durante los primeros instantes, pero inmediatamente adquirieron una sorprendente energía. En cada nueva embestida, aquel feroz ariete entraba y salía del cuerpo de Elizabeth, arrancándole escandalosísimos gemidos de placer.
Sería un auténtico milagro si la residencia entera no se percataba de lo que estaban haciendo allá arriba. El jardinero le gruñía ordinarieces y azotaba sus nalgas con la mano abierta, mientras continuaba follándosela más y más fuerte. De encima de la mesilla de noche, Lisardo tomó un bote de crema para las manos. Dejó caer un poco sobre la yema de los dedos y aplicó aquella oleaginosa sustancia sobre el estrecho y enteramente virginal esfínter de la muchacha. Mientras asaltaba la entrada principal, sus dedos largos y anchos, convenientemente lubricados, se iban abriendo paso por caminos menos transitados. Cuando aquel minúsculo orificio estuvo preparado para alojar a su nuevo huésped, el jardinero retiró su herramienta del hambriento y mojadísimo coño de la estudiante y se dispuso a sodomizarla. Hizo presión firmemente sobre aquel elástico anillo que se iba dilatando a medida que se sucedían las intentonas por atravesarlo.
La muchacha dio un grito, más de sorpresa que de dolor, cuando una gran parte de la polla de Lisardo entró de golpe en su culo. El jardinero empujaba con fuerza, mientras la hermana Cecilia mantenía la cabecita rubia de Elizabeth pegada entre sus piernas. De repente, el cuerpo de la monja se tensó como la cuerda de un arco y soltó un agudo y prolongado gemido de placer. Casi al instante, la adolescente sintió una abrasadora sensación que nacía en lo más profundo de sus entrañas e igualmente dio una serie de breves y entrecortados gritos que resonaron por los pasillos de la residencia. Lisardo sacó la polla del estrechísimo ojal y la exprimió hasta que una lluvia de leche caliente salpico los rostros de aquellas dos extenuadas mujeres. Acto seguido, se subió los pantalones y se fue sin decir palabra. No había sido un mal día, después de todo. El trabajo era duro y el sueldo escaso pero, a veces, la vida te premiaba con pequeñas compensaciones.
FIN
*Las distintas versiones son de siferentes autores, siendo ambos dos anónimos (al menos de momento).
Estaba muy oscuro.
En aquella residencia de estudiantes las sombras de la noche siempre se acentuaban y se hacían más tenebrosas, así como que bastaba el más leve de los sonidos para despertar la intranquilidad en quien habitaba.
Apenas quedaban cinco días para la Navidad y la mayoría de las chicas ya se habían ido a sus respectivos hogares, a disfrutarlas junto a sus familias. Pero Ana y Lidia siempre esperaban hasta el último instante para marcharse.
Ana tenía el billete de autobús para las 12 horas del día siguiente, mientras que a Lidia le tocaba coger el avión de la 1h de la tarde.
Allí estaban las dos, caminando sigilosamente por los pasillos, rezando entre risitas por que las monjas no las pillaran.
Estaban a punto de llegar al cuarto de Lidia cuando Ana, en un alarde de torpeza pisó la baldosa falsa, que emitió un ruido inesperado en aquella noche tranquila, que las hizo sobresaltarse. El primer impulso de Lidia fue empujar a Ana contra la pared y taparle la boca para que no emitiera sonido.
Se quedaron así un rato, mirándose en la oscuridad mientras sus respectivos corazones latían acelerados.
Entonces Lidia posó sus labios sobre los de Ana, besándola. Ésta, influída por la excitación del momento la respondió sin pensarlo, hasta que se separó de una manera un tanto brusca, diciendo:
- Parece que la monja no viene, sigamos, anda.
Entraron en el cuarto de Lidia. Ésta se sentó un su cama, mientras que Ana optó por la silla de escritorio.
Lidia, haciéndole un gesto con la mano, le dijo dulcemente:
- Anda, ven aquí que no te voy a comer.-
A lo que Anda respondió a la manera de reproche:
- ¿Ah, no? ¿Y qué ha sido lo de antes?
- ¿Lo de antes?, ¿a qué te refieres con lo de antes?. - Anda, niña, ven aquí para que nos podamos escuchar bien sin tener que alzar la voz.
Ana lo dudó unos segundos antes de acceder.
Al cabo de unos minutos ya estaban otra vez como siempre, hablando de sus cosas, riéndose, disfrutando de la gran amistad y tierna complicidad que las unía.
Una cosa llevó a la otra, y terminaron haciéndose cosquillas.
Lidia, que era muy sensible, no podía aguantar las risas, por lo que esta vez fue Ana la que tuvo que taparle la boca, echándosele encima.
Lidia apartó suavemente la mano de su compañera, mientras la miraba y le decía en un tono de voz apenas perceptible:
- Estás muy guapa esta noche.
- No sé que carajos te pasa, Lidia, pero déjalo ya, ¿quieres? - respondió Ana.
- No seas boba y déjate llevar.-
Ana la miró con una mezcla de miedo e incertidumbre, mientras que Lidia le acariciaba los cabellos. De ahí pasó a la mejilla y de ésta a los labios...
Ana dejó escapar un leve sonido que indicaba que aquéllo le gustaba, así que Lidia no dudó en besarla, siempre con mucha suavidad y dulzura.
Ana empezó a dejarse llevar, intentando no pensar en nada en concreto. La situación no dejaba de ser agradable, aquéllo sólo eran inocentes besos y juegos de caricias.
Las manos de ambas chicas se movían con total libertad sobre aquellas geografías desconocidas hasta el momento; colonizando montañas y estrechos que jamás hubieran imaginado existieran. Manos que abrían camino a lenguas más tímidas pero igualmente ardorosas.
Todo era tan tierno, tan limpio, tan puro...Hasta culminar en un gran abrazo en que quedaron fundidas mientras eran alcanzadas por Morfeo.
Al poco rato sonó el despertador. Se levantaron raudas; aún les quedaba mucho camino por recorrer.
VERSIÓN B:*
La Residencia.
La residencia de estudiantes se encontraba situada al final de un frondoso bosque de hojas amarillas. Compuesto en su mayor parte por castaños de grueso tronco que habían echado sus raíces sobre aquel espeso manto de hierba. Esbeltos abedules que parecían querer tocar con sus ramas más altas el cielo gris. Acacias, robles y arces que se perdían entre los montes hasta donde alcanzaba la vista. A la entrada, se elevaba una alta verja de hierro forjado, macizos de flores cuidadosamente arreglados y un estrecho camino de grava que conducía hasta los grandes frontones de madera de la entrada. Se trataba de un edificio sobrio y funcional, con cierto aire de fortaleza y hermetismo. Se caracterizaba por su horizontalidad y su simetría. Con grandes pilastras y columnas que parecían dispuestas para impresionar e infundir respeto al visitante. En suma, un feo y enorme bloque de piedra, inexpresivo, metódico y ordenado, que se erguía pesadamente en los lindes de aquella verde floresta.
Finas gotas de lluvia resbalaban sobre la ventana de la habitación de Elizabeth. Posó la yema del dedo y dibujó en la humedad adherida al cristal una carita sonriente. ¿Qué estaba haciendo allí? La idea de estudiar un año en el extranjero sonaba atractiva, pero tener que vivir en aquella residencia para señoritas de las Ursulinas, no entraba en sus planes. Fue una ocurrencia de sus padres para mantenerla alejada de los peligros que la acechaban en la ciudad. Desenroscó el capuchón de su pluma estilográfica y continuó con lo que estaba haciendo, redactar una carta para su amiga Inés. No se veían desde el año pasado, cuando veranearon juntas en Ibiza. Qué lejanos parecían ahora aquellos días en la playa de San Vicente. Suspiró. El grueso verjurado absorbía la tinta con rapidez aunque, por desgracia, no había gran cosa que contar. Con una letra pequeña y redondeada, que denotaba una gran reserva y cierta tendencia a la sumisión, Elizabeth fue desgranándole a su amiga lo vivido en aquellos meses. Las nuevas amistades, ir de compras por la ciudad, la rutina de las clases pero, sobre todo, la aplastante sensación de soledad que le producía la residencia. Cuando hubo finalizado el último párrafo, sintió una presencia extraña en la habitación. Alguien la observaba desde la puerta de la entrada, se trataba de la hermana Cecilia. Se había incorporado a la residencia hacía sólo un par de días y, al contrario que el resto de las monjas, que eran mujeres de avanzada edad, hoscas y malhumoradas, la hermana Cecilia era joven y tenía un carácter risueño y dulce. Una sonrisa cómplice se dibujó en su rostro cuando comprendió que Elizabeth la había descubierto espiándola. Avanzó un par de pasos, cerrando la puerta de la habitación a sus espaldas. El silencio era absoluto en aquellos largos y oscuros corredores durante las últimas horas de la tarde. La mayor parte de las chicas se encontraban estudiando o viendo la televisión en el piso de abajo. La hermana Cecilia se acercó a Elizabeth y le dio un suave y cálido beso en los labios. Nunca la habían besado de aquella manera, un encendido rubor le cubrió de inmediato el rostro.
A decir verdad, la experiencia de la muchacha con los chicos era muy escasa y siempre había consistido en un apresurado manoseo en el asiento trasero de un coche y una serie de besos pegajosos y sin gracia. Había perdido la virginidad a manos de un antiguo novio, tan dulce y encantador como irremediablemente torpe en lo relativo al sexo. Aún lo recordaba peleándose con el cierre del sujetador, mientras con la mano diestra estrujaba sus pechos como quién exprime una naranja.
Las manos de la monja, sin embargo, se sumergieron con asombrosa facilidad bajo el grueso suéter de Elizabeth. Se lo sacó con un sencillo movimiento, mientras continuaba besándola en los labios y en el cuello. Su cuerpo no tardó en reaccionar a las caricias y pronto sintió una mancha oscura y húmeda extendiéndose por la entrepierna de los pantalones vaqueros. Al contrario de lo ocurrido con su ex novio, el sujetador fue retirado con extrema facilidad. Al instante, asomaron dos enormes y turgentes senos. Los labios de la hermana Cecilia se desplazaron de la boca de la muchacha a las sonrosadas aureolas y después a los duros y excitados pezones. Los botones del pantalón vaquero fueron saltando uno tras otro. Sin retirar la seda de las diminutas bragas, acarició con suma delicadeza aquella abertura, hasta decidirse finalmente a desposeerla de su lencería. Besó entonces los tímidos labios del sexo húmedo, separándolos haciendo correr su lengua arriba y abajo hasta que alcanzó el sensible y delicado clítoris. Humedeció levemente las yemas antes de acariciarlo formando pequeños círculos sobre él y juguetear con la punta de la lengua mientras la penetraba con los dedos. Una embriagadora sensación de vértigo inundaba a Elizabeth por todo el cuerpo, comenzó a mover la pelvis de manera incontrolada y a gemir de puro goce hasta alcanzar un intenso orgasmo. Se tumbó entonces la hermana Cecilia sobre la amplia cama de la muchacha y, alzando hasta la cintura la basta tela de su hábito monacal, la arrastró juguetonamente tras de sí. Elizabeth posó sus manos sobre las enrojecidas y despellejadas rodillas de la religiosa. Le separó las piernas y sepultó su rostro en la rizada espesura que se abría ante sus ojos.
Apoyada en el borde de la cama, tenía las piernas dobladas bajo el vientre y las nalgas se sostenían levemente por encima de los talones. El dulce aroma del sexo la embriagaba. Los flujos vaginales de la monja se mezclaban con sus propias babas y goteaban tenuemente sobre las blanquísimas sábanas de algodón. Su lengua recorría los húmedos pliegues de aquella carne e incluso se atrevía a repasar los misteriosos contornos de su esfínter. Había algo en la belleza triste e inmaculada de la hermana Cecilia que la invitaba a explorar todos los rincones de su frágil cuerpo, sin asomo de repugnancia.
En ese momento, unas ásperas y férreas manos abrieron las nalgas de Elizabeth. Sorprendida por aquella inesperada presencia, alzó la cabeza y únicamente pudo atisbar la figura de un hombre de cierta edad que esgrimía la verga más grande que aquella muchacha había visto en su vida. Era desproporcionadamente larga, gorda y venosa. Rematada en un capullo hinchado y rojo.
Se trataba de Lisardo, el viejo jardinero encargado de cuidar las flores que adornaban la entrada de la residencia. Alguna vez las chicas habían bromeado entre ellas sobre su extraño aspecto. La obligó a levantar un poco el culo y separar las piernas, sus rudos ademanes contrastaban vivamente con las dulces maneras de la hermana Cecilia. Aquel descomunal pedazo de carne se deslizó dentro de ella con total facilidad. Los movimientos del jardinero fueron pausados durante los primeros instantes, pero inmediatamente adquirieron una sorprendente energía. En cada nueva embestida, aquel feroz ariete entraba y salía del cuerpo de Elizabeth, arrancándole escandalosísimos gemidos de placer.
Sería un auténtico milagro si la residencia entera no se percataba de lo que estaban haciendo allá arriba. El jardinero le gruñía ordinarieces y azotaba sus nalgas con la mano abierta, mientras continuaba follándosela más y más fuerte. De encima de la mesilla de noche, Lisardo tomó un bote de crema para las manos. Dejó caer un poco sobre la yema de los dedos y aplicó aquella oleaginosa sustancia sobre el estrecho y enteramente virginal esfínter de la muchacha. Mientras asaltaba la entrada principal, sus dedos largos y anchos, convenientemente lubricados, se iban abriendo paso por caminos menos transitados. Cuando aquel minúsculo orificio estuvo preparado para alojar a su nuevo huésped, el jardinero retiró su herramienta del hambriento y mojadísimo coño de la estudiante y se dispuso a sodomizarla. Hizo presión firmemente sobre aquel elástico anillo que se iba dilatando a medida que se sucedían las intentonas por atravesarlo.
La muchacha dio un grito, más de sorpresa que de dolor, cuando una gran parte de la polla de Lisardo entró de golpe en su culo. El jardinero empujaba con fuerza, mientras la hermana Cecilia mantenía la cabecita rubia de Elizabeth pegada entre sus piernas. De repente, el cuerpo de la monja se tensó como la cuerda de un arco y soltó un agudo y prolongado gemido de placer. Casi al instante, la adolescente sintió una abrasadora sensación que nacía en lo más profundo de sus entrañas e igualmente dio una serie de breves y entrecortados gritos que resonaron por los pasillos de la residencia. Lisardo sacó la polla del estrechísimo ojal y la exprimió hasta que una lluvia de leche caliente salpico los rostros de aquellas dos extenuadas mujeres. Acto seguido, se subió los pantalones y se fue sin decir palabra. No había sido un mal día, después de todo. El trabajo era duro y el sueldo escaso pero, a veces, la vida te premiaba con pequeñas compensaciones.
FIN
*Las distintas versiones son de siferentes autores, siendo ambos dos anónimos (al menos de momento).
8 comentarios
karen -
muy buenos los dos
el primero me trajo recuerdos
y el segundo la vdd fue deseos
aunq opino igual el segundo ami ver fue casi sacado de algun porno.
en lo personal no me gusta meter alas monjas padres y demas en mis tonterias jajaj pero estuvo interesante
white -
white -
Respecto al segundo, no sé, para mí es eroticidad en grqado sumo, que pretendía ser pornográfico, pues como un relato puede ser interpretado de tantas maneras como ojos lo leen, pues para mí es erótico, y me reitero en que está muy bien escrito, quien quiera que seais, enhorabuena a los dos, chica y chico anónimos.
Anónimo -
anónimo A) -
Antes de nada, tengo que alabar las dotes detectivescas de White, porque tiene razón en sus teorías acerca de una mano femenina y otra masculina.
Y gracias por la lectura y comentario.
Gracias a los tres por leer y comentar.
En cuanto al anónimo que comenta los relatos, sin ser uno de los "escribientes", le voy contestando yo mism@:
La verdad es que ambos dos nos propusimos realizar una especie de guión porno, sólo que uno de los dos salió mucho más porno que el otro. Fue divertido. :)
Un anónimo -
Stuffen -
Vayan animándose, señores, que la cosa se pone bien. :)
white -